En los sistemas económicos también observamos un desarrollo similar. En el mundo occidental, la crisis de 1929 derrumbó un modelo liberal que se mostraba incapaz de detener las consecuencias de la Gran Depresión, pero el nuevo, basado en el modelo keynesiano y los acuerdos de Bretton Woods, no se impuso hasta después de la Segunda Guerra Mundial a finales de los años 1940s. Este paradigma también tuvo problemas durante los 1970s ya que se mostraba incapaz de explicar y resolver los problemas de las repetidas crisis económicas y altas tasas de inflación y un nuevo paradigma monetarista basado en la liberalización, la competencia y la estabilidad de precios se fue imponiendo a partir de los años 1980s. Este paradigma nos ha permitido más de dos décadas de crecimiento bastante sostenido y sin grandes crisis económicas hasta los últimos años.
La crisis económica actual parece que nos sitúe de nuevo en uno de estos momentos de gran incertidumbre en los que el viejo paradigma se derrumba pero no hemos logrado el consenso para aceptar uno nuevo. De esta manera, un conjunto de economistas continúa defendiendo el viejo paradigma y proponiendo medidas ortodoxas mientras otro grupo defiende propuestas alternativas, aunque desgraciadamente muchas veces son retornos a viejos paradigmas ya superados. Las muestras de que el paradigma se derrumba me parecen evidentes. Cada vez hay menos confianza en que nos esté explicando correctamente la realidad y los hechos que han sucedido y menos confianza en que sus propuestas para salir de la crisis sean las correctas. Otra muestra es una aceptación cada vez mayor de medidas claramente heterodoxas desde el punto de vista del paradigma. La política monetaria de la Fed, del Banco de Inglaterra e incluso del Banco Central Europeo es claramente contraria a lo que el paradigma nos dice que hay que hacer. La decisión del nuevo gobierno japonés de estimular la economía y promover una intervención del Banco de Japón para incrementar la inflación es un paso más en esta dirección que podría verse acompañada en el futuro por la renuncia a establecer (o flexibilizar) un objetivo de inflación por parte de algún gobierno.
El principal problema no son las medidas en sí mismas, tanto el estímulo económico como la flexibilidad en el objetivo de la inflación me parecen positivos si se gestionan correctamente. El problema es que se toman sin cuestionar el paradigma, son incoherentes con el mismo y no responden a un conjunto de medidas coherentes, coordinadas y comprensibles desde la perspectiva de un nuevo paradigma. Cabe recordar que el sistema actual se fundamenta en la estabilidad de precios y que un incremento de la inflación puede tener consecuencias muy negativas para el conjunto de la economía. Existe un riesgo potencial si las medidas emprendidas por los gobiernos tienen éxito, la inflación y la economía remontan y los tipos de interés acaban aumentando. Si lo hacen, se producirán tensiones en los mercados financieros, bajada de precios de bonos, e inmobiliarios causados por el efecto inclinación. Es decir, nuevas pérdidas potenciales para los bancos y las familias y por tanto posibles nuevas dificultades en los mercados de concesión de crédito para familias y empresas. De este modo, el resultado final puede acabar siendo una economía cada vez más intervenida y asistida artificialmente por parte de los gobiernos y los bancos centrales.
Necesitamos replantear las cosas desde los cimientos y hacer propuestas que mantengan una coherencia interna y puedan resolver los problemas planteados. Una economía indexada a la inflación tiene sus desventajas, inconvenientes y dificultades de implementación, como cualquier otro sistema, pero es una propuesta coherente que nos puede permitir solucionar algunos de los problemas principales como el paro, la inflación y la estabilidad del sistema financiero.